INNOVACIÓN EN EL EMPRENDIMIENTO. Creación de valor y beneficio económico.

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jpedroso

INNOVACIÓN EN EL EMPRENDIMIENTO

Creación de valor y beneficio económico

 


Portal del Emprendedor de Fraternidad-Muprespa.
Jesús Pedroso / Octubre 2018.

La innovación es lo que distingue a un líder de los demás
Steve Jobs

Concepto y significado

Cuando el economista Joseph Schumpeter (1883-1950) fundamentó su propuesta de 'desarrollo económico' en el factor de la innovación tecnológica, no podía imaginar el frenético escenario que nos tocaría vivir a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI, una época en donde lo que hoy consideramos nuevo, mañana habrá quedado obsoleto y desplazado por otra novedad. Ahora todo transcurre tan rápido, que el beneficio/ventaja que logra el empresario innovador con la situación de monopolio temporal que le concede su nuevo producto o servicio, según propugnaba el economista austriaco, apenas dura el tiempo suficiente para obtener una recompensa económica significativa, acosado por la inevitable competencia de un ejército de imitadores bien informados. Situación en la que tiene mucho que ver la globalización de las comunicaciones y las nuevas tecnologías –otra vez el problema de la velocidad, esta vez referida a la circulación de la información-, algo que ya adelantó a su manera el lúcido experto en medios de comunicación y visionario, Marshall McLuhan (1911-1980), quien acuñó el término ‘aldea global’ y predijo la aparición de internet con más de 20 años de antelación. 

En el actual ámbito económico y empresarial y en el ecosistema emprendedor la innovación representa un papel estelar a la vez que un término de moda utilizado habitualmente de manera inadecuada, un cajón de sastre en donde cabe casi cualquier cosa, desde la transformación digital de las empresas a la mera actividad creativa, pasando por la decisión de hacer uso de tecnologías exponenciales, como la robótica, la inteligencia artificial, la informática, la nanotecnología, la biotecnología o la neurociencia. No se trata de una tendencia generalizada, pero este término suele confundirse con la invención, el descubrimiento, la modernización, la creatividad o la evolución, que en algunas ocasiones suponen una verdadera revolución innovadora, pero en otras muchas no tanto.

Pero la innovación no se refiere solo al tipo de bienes que se ofertan en el mercado, también las nuevas y dinámicas formas de producción, comercialización y distribución de esos bienes son susceptibles de protagonizar un episodio innovador (innovación de procesos). Un ejemplo de esto último lo vemos en el negocio de la comida rápida, que ha vivido muchas innovaciones, desde que en la antigua Roma se empezaran a instalar puestos de comida en la calle, pasando por la creación de cadenas de hamburgueserías a mediados del siglo pasado –algunas de ellas, muy conocidas, siguen activas hoy- hasta desembocar en el negocio de la comida a domicilio.

La Cámara de Comercio de España cita tres tipos de innovación:

 

  1. En producto/servicio
  2. En proceso
  3. En la gestión, con la siguiente definición «redefiniendo o incorporando nuevos procesos de gestión en la empresa: definición de nuevos procedimientos para sistematizar ciertas operaciones (compras, control de calidad, seguridad en el trabajo, etc.), modificación de las formas de relacionarse con clientes y proveedores incorporando nuevas tecnologías de comunicación, redefiniendo las estrategias de comercialización de productos o servicios, etc.»

A esta clasificación, la OCDE (Manual de Oslo, 2005) añade un cuarto tipo: innovación en marketing, que algunos teóricos integran en el tipo 'innovación en gestión'.

La OCDE definió en 1981 la innovación como «todos los pasos científicos, comerciales, técnicos y financieros necesarios para el desarrollo e introducción en el mercado con éxito de nuevos o mejorados productos, el uso comercial de nuevos o mejorados procesos y equipos, o la introducción de una nueva aproximación a un servicio social. La I+D es sólo uno de estos pasos».

En esta definición institucional sobresale una exigencia básica, que la innovación obtenga éxito, para tener tal consideración,una vez introducida en el canal habitual de transacciones de bienes y servicios. No valen intentos fracasados. Si no aporta valor ni genera beneficio o rendimiento económico no es innovación.

El economista Samuelson ya lo había afirmado unos años antes: «El innovador trata de poner en marcha nuevas actividades, aunque no siempre lo consiga. Es el hombre de golpe de vista, de originalidad y de audacia. Quizá no sea el científico que inventa un nuevo procedimiento, pero es quien lo implanta con éxito».

El empresario innovador perturba la rutina, leía hace poco en un artículo, siguiendo la doctrina schumpeteriana, según la cual estos  empresarios rompen el equilibrio establecido en la economía mediante sus innovaciones, logran un beneficio económico y mantienen alejada a la competencia hasta que su producto o servicio deja de ser innovador porque los competidores reaccionan copiando la innovación y restableciendo el equilibrio. «El valor de la innovación no está en evitar que te copien, sino en conseguir que todos te quieran copiar», acertada frase de Enrique Dans, bloguero y profesor de Sistemas de la Información en IE Business School.

Antecedentes históricos

«La competitividad de una nación depende de la capacidad de su industria para innovar» escribió Michael Porter, experto en gestión y estrategia empresarial en Harvard, asignando a la innovación la cualidad de ‘ventaja competitiva’ como arma para vencer al enemigo. Pero esta metáfora no era tal hace más de 5.000 años, más bien una realidad cuando los sumerios, considerados la civilización más antigua, inventaron la rueda y aplicaron su genialidad en carros de guerra, como puede verse en el Estandarte de Ur. Teniendo en cuenta que esta obra de arte mesopotámico está datada en el 2500 a.C., aproximadamente,  y que su invento ya estaba plenamente en uso en esa época, hemos de entender que el revolucionario mecanismo debe ser mucho más antiguo. En este caso, el efecto innovador no consistió en inventar la rueda, sino en utilizarla eficazmente por primera vez en una batalla siglos después. Los inventores inventan, los innovadores se sirven de esos inventos sucesivamente para lograr una ganancia. Unas veces se dan ambas condiciones en un emprendedor, otras no.

En los orígenes de la civilización observamos que la guerra y la agricultura -actividades humanas de supervivencia- fueron campos abonados por este afán innovador. Así como la rueda ha ido evolucionando a lo largo de la historia, siendo protagonista de innumerables innovaciones tecnológicas e industriales y aportando valor, con el arado ha sucedido lo mismo. Desde que los agricultores de Mesopotamia dejaran de usar una rama para escarbar la tierra, sustituyéndola por una rudimentaria herramienta que se asimilaría al futuro arado –allá por el cuarto milenio antes de Cristo- pasando por la primera sembradora de tracción animal ideada en 1701 por el agrónomo inglés Jethro Tull –inspiró el original nombre de un grupo musical-, hasta desembocar en el arado de acero pulido fabricado por el estadounidense John Deere en 1837, el invento agrícola, al igual que la rueda, también evolucionó por varias fases presuntamente innovadoras. De hecho, no obtuvo el éxito deseado en el caso de Jethro Tull, que invirtió gran parte de su fortuna en promocionar su ingenioso proyecto y falleció en una mala situación financiera; sin embargo, John Deere triunfó hasta tal punto que ha dado nombre a una de las marcas más conocidas del mundo en el sector de los tractores y otra maquinaria agrícola. Ambos fueron emprendedores, pero solo el estadounidense puede considerarse innovador, aunque el inglés será reconocido desde entonces como uno de los pioneros de la primera revolución industrial.

Innovación y revoluciones industriales

En el siglo XVIII una gran parte de la población trabajaba en el campo, hasta que en la segunda mitad de siglo se introdujo nueva maquinaria y otras técnicas de cultivo que aumentaron la producción con menos mano de obra. Esta mecanización agrícola innovadora provocó el desplazamiento de esa mano de obra sobrante en el medio rural a las ciudades para ser contratada en grandes fábricas, lo que trajo consigo un aumento de la población urbana e importantes cambios económicos, políticos y sociales. La industria fabricaba así más productos y más rápido que en la anterior fase artesanal, gracias a las máquinas.

La máquina de vapor fue un símbolo de la primera revolución industrial (desde mediados del siglo XVIII hasta bien entrado el siglo XIX). Se atribuye el invento a Edward Somerset en 1663, pero el primer modelo fue patentado por Thomas Savery en 1698, mientras su socio Thomas Newcomen lo mejoró con su ‘Máquina de Newcomen’ en 1712. Estaba pensado para drenar el agua de las minas, pero no se utilizó por el riesgo de explosión que suponía. El invento fracasó y con él sus inventores, empresarios y emprendedores. Somerset, Savery y Newcomen serán considerados, junto a otros muchos genios de su época, los padres de la revolución industrial -las revoluciones suelen tener muchos padres-. Definitivamente, fue James Watt (1736-1819) quien se llevó la gloria y el merecido calificativo de innovador al recoger el trabajo de los anteriores, sobre todo el de Newcomen, perfeccionarlo, comercializarlo y pasar a la historia como el creador de la exitosa máquina de vapor, toda una innovación que marcaría el futuro de la industria textil y del transporte marítimo y ferroviario. A Watt se le atribuye la unidad de potencia ‘Caballo de Vapor’ (CV) o ‘Horse Power’ en inglés (HP), por los caballos que era capaz de reemplazar su máquina en el trabajo minero. Incluso su apellido dio nombre al vatio, unidad oficial de potencia eléctrica.

La máquina de hilar y el primer telégrafo -con hilos- fueron otras creaciones innovadoras que lograron consolidarse en esta primera revolución industrial, junto a los nuevos usos de las materias primas, con el carbón como fuente de energía, el tratamiento del hierro y el cultivo del algodón. También se inventó el velocípedo sin demasiado éxito, pero sirvió de precursor para la tan extendida bicicleta actual.

En esta etapa de la historia económica destaca un aspecto filosófico que no se cita a menudo y que calificaremos como innovación ideológica: la formación del espíritu de empresa, infundido por la burguesía en contraposición a la aristocracia y los grandes terratenientes, despreocupados por el desarrollo económico de la sociedad que habitaban.

La segunda revolución industrial, o segunda fase de la revolución, ocupa la segunda mitad del siglo XIX y gran parte del siglo XX. En este período la innovación estuvo representada por la utilización de nuevas fuentes de energía (electricidad y petróleo), la evolución de la máquina de vapor hacia el motor de explosión, el uso industrial del acero en detrimento del hierro y la aparición del telégrafo inalámbrico, el teléfono y el cinematógrafo, sin olvidar la profunda transformación del transporte de personas y mercancías gracias al ferrocarril de tracción eléctrica, al aeroplano y al nacimiento del moderno automóvil (el ingeniero alemán Karl Benz patentó el primer modelo en 1886). Pero si hay un invento innovador que revolucionó las telecomunicaciones no es otro que la televisión, que en 1925 emitió públicamente la primera señal de imagen reconocible (era la televisión electromecánica del físico escocés John Logie Baird).

En un artículo de Ramón Tamames se lee que, para el médico e historiador británico, Arthur Shadwell, «la expresión ‘revolución industrial’ no es la más apropiada para el fenómeno que pretende expresar. Porque una revolución es un acontecimiento más o menos corto, y lo que de hecho se conoce con tal denominación no fue un breve episodio, sino todo un largo y complejo proceso histórico». Es muy posible que tenga razón, pero el mal ya está hecho y no parece el momento idóneo para cambiar los títulos asignados a ciertas fases históricas. No vayamos a pasarnos de innovadores.

Desde la segunda mitad del pasado siglo vivimos la tercera revolución industrial, también llamada revolución científico-tecnológica –o tecnológica a secas-. Presenciamos, sufrimos y disfrutamos la denominada Sociedad de la Información. Si tuviéramos que decantarnos por si tuvieron más trascendencia las innovaciones aparecidas en anteriores revoluciones o las que estamos viviendo actualmente (microelectrónica, informática, internet, teléfono móvil, energías renovables) se nos plantearía un arduo dilema, pues solemos valorar más, desde el punto de vista pragmático, lo que experimentamos in situ, mientras observamos las proezas del pasado desde el exclusivo prisma de la nostalgia. Lo cierto es que muchas de las innovaciones actuales no son otra cosa que mejoras o modificaciones de innovaciones previas que a la vez lo fueron de otras anteriores. Véase si no la referida máquina de vapor y su evolución. En cuanto a las materias primas más simbólicas de este período tecnológico, no podemos olvidarnos del silicio. ¿Qué sería de nosotros sin la existencia de este elemento? ¡Si hasta ha dado nombre a Silicon Valley, foco mundial de la innovación tecnológica en las últimas décadas! Dentro de poco tiempo es posible que afirmemos lo mismo del grafeno (emprendedores, innovadores y startups están dirigiendo sus esfuerzos e inversiones hacia la nanotecnología y sus múltiples aplicaciones y ya se sabe que quien da primero…).

Esta tercera fase también tiene un padre reconocido hasta por el Parlamento Europeo, organismo al que asesora, y se llama Jeremy Rifkin, economista, sociólogo, conferenciante y escritor norteamericano. Todo un innovador en sus teorías. Aconsejo leer la interesante entrevista que concedió en 2014. Una de sus afirmaciones más certeras: «Cuando nos fijamos en los cambios de paradigma económico claves en la historia, todos ellos pasan cuando surgen nuevos sistemas energéticos, que permiten crear formas mucho más sofisticadas para organizar la actividad económica y organizaciones sociales más complejas».

Las revoluciones industriales no han sido otra cosa que una explosión de invenciones, emprendimiento e innovación para dar respuesta a las necesidades que reclamaba una sociedad cambiante.

Innovación en España

Los indicadores de innovación en nuestro país no son buenos. El gasto en I+D+i en España en 2016 fue del 1,2% del PIB, cifra similar a la invertida  en el año 2006, hace más de una década. En Europa el gasto medio se encuentra en el 2% aproximado, con Suecia y Austria a la cabeza, por encima del 3% y Alemania y Dinamarca muy cerca de esa cifra. El objetivo estratégico de la UE para el año 2020 propone una inversión del 3% del PIB en cada país asociado (1% inversión pública y 2% procedente del sector privado), circunstancia que beneficiará la investigación en España, cuya actual inversión insuficiente no se justifica por una presumible inactividad de nuestros investigadores, más bien todo lo contrario, ya que científicos y asociaciones nacionales presentan proyectos por encima de la media europea, según datos sobre la financiación recibida desde el programa europeo de inversiones ‘Horizonte 2020’. Una cuarta parte de las entidades beneficiadas eran pymes. Hay quien estima que en este parámetro de empresas no hay suficiente motivación para abordar el reto de la innovación e incorporarla a su esquema.

La I+D+i sigue siendo una asignatura pendiente en España, suponiendo un peligro para el futuro de la competitividad internacional de nuestras empresas. Incluso para la propia subsistencia y consolidación de las mismas. Según la última encuesta del INE, para el período 2014-2016 sobre innovación en las empresas españolas, solo el 28,9% de las que cuentan con 10 o más trabajadores se consideran innovadoras, tanto en innovación tecnológica (de producto y de proceso) y no tecnológica (organizativa y de comercialización). El gasto por este concepto fue de 13.857 millones de euros en 2016. Las CC.AA. de Madrid y Cataluña copan más del 60% del gasto nacional en inversión, con el 37% y 24,3% respectivamente, suponiendo un evidente desequilibrio estructural.

La innovación ocupa a menudo un lugar preponderante entre los intereses y preocupaciones de gobernantes, universidades, empresas y emprendedores, pero una cosa es citar el problema y realizar constantes referencias y promesas de mejora en debates públicos y foros diversos y otra, muy distinta, materializar e implementar políticas orientadas a instalar la innovación nacional en los niveles de países de nuestro entorno. Las referencias al término ‘innovación’ son abundantes en todos los ámbitos (económico, empresarial, político, financiero, sanitario, artístico, pedagógico, deportivo,…), pero no siempre de manera acertada. Hasta la famosa tesis doctoral del Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, es innovadora, al menos en el título: "Innovaciones de la diplomacia económica española: análisis del sector público".

Está muy bien disponer de un organismo ministerial que tiene entre sus apellidos esta actividad (Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades), siempre y cuando su actividad legislativa impulse la innovación hasta que a medio o largo plazo el proceso de innovar se integre de forma natural en el ADN de empresarios y emprendedores. Es un reto que, además de los políticos, la industria en particular y las empresas en general tendrían que plantearse seriamente para afrontar el futuro con más garantías.

Emprendedores, empresarios, pymes y grandes empresas han de estar dispuestos a interpretar el cambio de paradigma que supone en muchos casos la innovación y perder el miedo ante la innovación disruptiva o la implantación de tecnologías de esta naturaleza. Innovar no es solo renovar, es un mecanismo darwiniano de evolución y supervivencia. Trata de adaptarse a las necesidades del presente y satisfacerlas innovando de manera sostenible. Por ello finalizamos como empezamos, con Schumpeter, el cual distinguía entre desarrollo económico y crecimiento económico. Con el desarrollo surgen las ideas innovadoras y un perfeccionamiento del sistema, generando cambios sociales y económicos importantes por ser intrínsecamente dinámico; en el crecimiento se da prioridad al aumento cuantitativo de la producción, que transcurre paralelo al de la población consumidora, pero con tendencia al colapso porque el crecimiento nunca puede ser ilimitado.