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Innovación: fracaso y disrupción

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Fraternidad-Muprespa

La mercadotecnia y la innovación producen beneficios, lo demás son costos

Peter F. Drucker

La innovación debe servir para algo, producir efectos prácticos sobre el hecho innovado, aportar una mejora, creando un producto nuevo o un servicio, una nueva forma de producir o fabricar un bien o un nuevo sistema de distribución y venta. Las posibilidades innovadoras son ilimitadas en todos los sectores de la economía, abarcando cambios de cualquier naturaleza, desde la transformación digital hasta el hallazgo de nuevas materias primas.

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No se trata exclusivamente de ejecutar una idea extravagante nunca antes llevada a cabo, sin ningún sentido pragmático, por muy creativa que parezca. Innovar por innovar se nos antoja absurdo y, habitualmente, ineficiente y hasta ineficaz. A pesar de ello hay quien sigue cayendo en el error de empezar la casa por el tejado o, lo que es lo mismo, anteponiendo la singularidad a la la utilidad.

FRACASO

Muchos proyectos presuntamente innovadores se han quedado por el camino porque el desarrollo de esas ideas, en principio interesantes, no resultaron viables desde el punto de vista financiero o apenas se vislumbraban posibilidades de lograr los objetivos para los que se habían planteado. Sus promotores carecían del instinto e intuición suficientes para innovar aportando valor. Elevados costes de fabricación, diseños inadecuados, expectativas demasiado optimistas, excesivas prisas por lanzar un producto o servicio al mercado, campañas de marketing que rozan el surrealismo y competidores que ya hacen algo muy parecido, pero más barato, más práctico y más “vistoso” han dado al traste, históricamente, con locas ideas pseudoinnovadoras que nacieron muertas.

El Museo del Fracaso (Helsingborg, Suecia) así lo atestigua, con su exposición itinerante de productos y también algunos servicios que llamaron a la puerta de la desgracia casi desde el mismo momento en el que la ocurrencia fue sugerida por creativos de grandes marcas (denominar “idea” a la mayor parte de estos inventos fallidos resulta, cuando menos, descabellado y jactancioso).

Como no podía ser de otra forma, el comisario de esta exposición es un psicólogo organizacional, el Dr. Samuel West, que ofrece a los visitantes su particular perspectiva del fracaso, recomendando la aceptación del mismo para no caer en el desánimo y seguir trabajando para conseguir el éxito, fundamentado en la experimentación constante y en lo que esta rama de la psicología denomina Seguridad Psicológica, un procedimiento empírico para empujar a los equipos de las organizaciones a expresar sus propias ideas u ocurrencias (el tiempo dirá si son unas u otras), sin el temor a ser tachados de ridículos e iluminados por una concepción arriesgada y alternativa de lo innovador mediante el método heurístico ‘ensayo y error’, siempre con el foco puesto en la mejora de la competitividad y la productividad. Pero el atrevimiento por parte de sus creadores también tiene una faceta positiva, la didáctica: de los errores también se aprende.

Lo cierto es que la mayoría de los ejemplos que vemos en esta colección de ‘desastres’ estaban abocados al fracaso desde el mismo momento en el que fueron concebidos.

Cuando la multinacional neoyorkina Colgate, conocida mundialmente por la fabricación y venta de productos para la higiene bucal, lanzó al mercado en 1982 su plato de lasaña congelada, confirmó el dicho popular de que un mal día lo tiene cualquiera. Pocos consumidores pudieron evitar la asociación de sabores de un dentífrico con una lasaña congelada.

La corporación sueca Ikea, marca de fabricación y venta minorista de muebles y otros productos para el hogar, hace más de 40 años tuvo la ocurrencia de comercializar un sofá de plástico hinchable entregado en un pequeño paquete fácil de transportar. Los compradores lo inflarían en casa con un simple secador de pelo. ¿Qué podía salir mal? Era tan ligero que el sofá se movía con las corrientes de aire al abrir las ventanas, resultaba ruidoso, se desinflaba con su uso y algunos usuarios lo inflaban con aire caliente.

Cheetos, empresa de aperitivos, tuvo su propia ocurrencia en 2005, fabricando un bálsamo labial con sabor a queso y un llamativo color naranja. Probablemente, ni los más acérrimos degustadores de queso se vieron tentados por este producto.

Más recientemente, en 2009, la empresa tecnológica Peek fabricó un dispositivo, el Twitter Peek, que solo servía para tuitear. Con aspecto de teléfono móvil que no era un teléfono y que impedía navegar por internet más allá de Twitter, el invento quedó en una mera novedad anecdótica.

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Son sólo unos pocos ejemplos de fracasos sufridos por grandes compañías, que posteriormente tuvieron éxito con otros modelos de negocio, como venía siendo habitual anteriormente desde que se fundaron. Si los grandes se equivocan no se puede exigir -o autoexigir- que los pequeños emprendedores y pymes no caigan en el error una y otra vez hasta dar con un modelo exitoso.

DISRUPCIÓN

Priorizar lo disruptivo y divergente sobre lo práctico y eficiente en un proceso innovador, aunque erróneo en su esencia, solo sirve en algunos sectores para llamar la atención y poner en valor nuevas tendencias. Así sucede en el mundo de la moda textil, en cuyas pasarelas más prestigiosas se muestran propuestas en las que la funcionalidad queda en segundo plano, eclipsada por lo excéntrico para atraer las miradas; por ejemplo, una modelo vestida con un conjunto biodegradable diseñado con algas marinas podría ser la forma de introducir en el mercado nuevos materiales, evolucionando hacia una moda más sostenible, aunque la vestimenta expuesta en el certamen no sirva para el uso cotidiano.

Innovar desde la ruptura radical con el pasado, como punto de partida superficial, solo aporta utilidad en algunos ámbitos, como el citado de la moda o muy especialmente el de las artes en toda su extensión, porque en otros campos de la producción, sobre todo en los sectores primario y secundario de la economía (no cabe una sola ocurrencia en las enormes obras de ingeniería de túneles submarinos o en la fabricación de grandes aviones), se impone lo práctico y seguro, que a puede ser de naturaleza disruptiva o no, en la búsqueda del perfecto equilibrio entre el beneficio económico y el desarrollo sostenible, entre la viabilidad de un proyecto y el progreso económico y social, entre el pasado y el presente, entre lo ecléctico y lo revolucionario, entre el inmovilismo y el cambio de paradigma.

El emprendimiento rebosa innovadores que afirman “quiero cambiar el mundo”, en lugar de “quiero mejorar el mundo”. Toda mejora implica un cambio, pero no todo cambio conlleva una mejora.

Cuando se trata de exponer la importancia de la innovación disruptiva, no podemos obviar la doctrina del economista de la primera mitad del siglo XX Joseph Schumpeter, “profeta de la innovación” (así le denominó McCraw, Premio Pulitzer de Historia), que adoptó el concepto destrucción creativa, estrechamente ligado a la disrupción, y que ya habían utilizado anteriormente los filósofos Schopenhauer y Nietzsche y el pintor modernista Klimt. Y es que no hay nada más disruptivo que crear por medio de la destrucción, eliminar cualquier vestigio anterior en cuanto a la forma de hacer las cosas, partiendo de cero para dinamizar la economía. Es lo que hicieron muchas empresas durante la pandemia por Covid-19, para intentar paliar los fatídicos efectos de las restricciones impuestas y del cambio drástico en la demanda y los hábitos de los consumidores. Aceleraron en su carrera -algunas la iniciaron- hacia la transformación digital para afrontar no solo el presente, sino también un futuro con más garantías.

Toda mejora implica un cambio, pero no todo cambio conlleva una mejora

Schumpeter basaba sus ideas económicas en el factor innovación, al que asignó un rol salvador del más elevado beneficio empresarial. Dicho de otro modo, si una empresa lograba posicionarse en una fase de crecimiento de su beneficio hasta considerarlo extraordinario, gracias a nuevos productos, se vería irremediablemente imitada por la competencia, en la persecución de idénticos resultados que la pionera, lo que obligaba a ésta a volver al camino de la innovación para mantener su monopolio, no conformándose con un tipo de beneficio ordinario.

El profesor Samuelson, Premio Nobel de Economía, también opinaba al respecto décadas después: “Supongamos que vivimos en un mundo ideal de competencia perfecta… un mundo en el que no se permite a los innovadores perturbar la rutina establecida en todo. En tal situación, según los economistas, no habría ninguna clase de beneficios”.

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La innovación no es un fin, como parece proponer Schumpeter, sino un medio para alcanzar metas más elevadas, representadas por un producto final válido y por el beneficio empresarial extraordinario, que puede derivar en el manido cambio de paradigma tras observarse con perspectiva histórica que el anterior contenía anomalías insalvables. Del mismo modo, que la I+D+i es una herramienta, un medio para el crecimiento económico de países y empresas. La pregunta queda en el aire: ¿Se obtendrían beneficios económicos en las empresas sin constantes innovaciones? Difícilmente. Samuelson nos recordó que las innovaciones se aceleran cuando suben los salarios, permitiendo a las empresas ahorrar, tanto en salarios como en capital, pero aumentando el paro. Así entramos en un círculo vicioso: sin innovación no hay beneficio, con innovación se destruye empleo (ardua tarea será lograr el deseado equilibrio).

No cabe duda que la innovación ha sido el motor de todos los cambios importantes que ha vivido la humanidad a lo largo de su historia, lo que nos ha permitido evolucionar hasta lo que somos hoy, con descubrimientos surgidos de la nada (inventos) o mediante innovaciones sobre innovaciones (de las primitivas ruedas de madera o piedra hemos llegado hasta los neumáticos de la Fórmula 1). Muchas empresas no mueren porque no innoven, mueren porque sus competidores sí lo hacen y logran satisfacer necesidades con más calidad, a menor coste y antes que el resto.

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